Noto la brisa en mi pelo, esa brisa que anuncia lo que tantas veces he visto llegar. Me doy la vuelta y la contemplo a la cara. Una pared de fuego se acerca inexorable, sin señales de sentir compasión por un minúsculo e intrascendente punto animado. Un punto vivo, con sentimientos, pero incapaz de salvarse a sí mismo; no está en peligro, sino condenado.
Nunca he salvado mi vida, nunca me ha parecido oportuno; pero siempre he sobrevivido a la muerte. He estado ahí, me he desvanecido de aquí, pero al final siempre mis cenizas han tenido un ferviente sentido de unidad. Soy perecedero y a la vez inevitable. La vida me pinta con lápiz para borrarme con facilidad, pero sólo lo hace para corregirme, para volver a pintarme con menos defectos. La derrota es la semilla de la victoria, y toda la mierda que la rodea, el abono para que crezca fuerte y saludable.
Por eso ahora, los últimos impulsos nerviosos que circulan por mi mente son para recordar quién soy, cavilar en quién seré en la próxima vida. Y en el último momento antes del fatal, un orgullo parte de mi corazón en dirección a todo el resto del cuerpo. Un orgullo destinado a morir con la cabeza alta y el puño levantado. Porque ahora que sé que no hay nada por lo que luchar, sé que no tengo nada que perder y puedo darlo todo, hacer un último y soberbio esfuerzo para demostrar que acabar conmigo no pondrá fin a mi vida... la derrota me hace invencible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario