martes, 3 de octubre de 2006

Perder trenes

Tres minutos. Mira el reloj. Piensa dónde está, y se dá cuenta de que tiene tres minutos para llegar. El tren ya debe estar muy cerca de la estación. La gente dentro se estará preparando para recorrer los pocos metros que les separan de la puerta. Y él está a casi un kilómetro de esa misma puerta. Empieza a correr. A lo lejos ve un semaforo que se pone en rojo. Mal momento para un obstáculo.
Dos minutos: Mira a lo lejos, para ver si el semáforo tiene razón, o es sólo una amenaza infundada. Y ve que esta vez el rojo no indica un derramamiento de sangre. Pasa al lado de él, como si fuera el cartel luminoso de una tienda cualquiera. La calle está concurrida, y tiene que esquivar a mucha gente. Gente que viene en sentido contrario y se aparta amablemente, o no tan amablemente, gente que ni siquiera se aparta, incluso gente que se interpone. Gente que va en el mismo sentido, pero va lenta y se interpone. Madres con carritos, ancianos con ruedas. Personas con bolsas de compras, o con bolsos cargados de lo que pronto serán compras. En fin, personas que si no estuvieran ahí le harían la llegada mucho más sencilla.
Un minuto: Sólo está a unos cien metros de la boca de la estación. De hecho ya la ve. En cualquier momento puede salir un viajero. De momento entran otros dos, con muchas prisas, pero no corriendo. Finalmente, llega, no sin antes haber acariciado con sus manos la carrocería de un coche que casi no le vio pasar. Bajó corriendo las escaleras, en contra de la marea de cabezas, brazos, piernas y troncos que emergían de las profundidades. Cuando la canceladora le devolvió el billete, vio cómo el tren empezaba su marcha.
Treinta minutos: Con la brisa del tren abandonando la estación, empezó a notar el sudor que hasta ahora no le había preocupado. ¡Mierda! Se sentó en el banco a recuperar el aliento. Uno realiza una hazaña que en cualquier otra circunstancia ni se plantearía, y todo lo que le queda es una brisa para enfriar el cuerpo, y un banco donde olvidar el enorme pero inútil esfuerzo que ha hecho. Al principio cuesta descansar, cuando el corazón aún bombea fuerte. Luego cansa descansar, cuando uno piensa lo que aún le queda por esperar. Y al final se cansa de cansarse, cuando se queda tranquilo, porque sabe que los trenes se pierden, pero a la media hora hay otro que para.
PD: Que sí, que ya sé que me repito con los trenes y las estaciones, pero paso al día unas dos horas en trenes o estaciones. A la larga, eso significa el 8% de mi vida. Y para colmo, el único 8% en el que no tengo nada que hacer...

domingo, 1 de octubre de 2006

El día

Me levanto de la cama. El mismo despertador de siempre, el que me ha despertado toda mi vida, cumple con su propósito una vez más, como si hoy fuera un día cualquiera. Las sábanas caen al mismo lado de la cama. Y me levando con el mismo pie de siempre. El desayuno, el vaso de leche vertido del cartón que me despertó ayer. Las tostadas, tostadas en la tostadora que no uso desde ayer a la misma hora, para el mismo fin. En la radio las noticias dicen palabra por palabra, lo mismo de siempre. Si acaso cambian los números, pero poco. Ayer murieron 53, y hubo 124 heridos, hoy son unos pocos más. Ayer costaba 0.42 $ el barril, hoy cuesta 0.43 ... Me siento en el sofá, a terminar de despertarme. Los pensamientos de siempre pululan por mi cabeza, las mismas dudas e incertidumbres, insignificantes, intrascendentes. El reloj se mueve a la misma velocidad de siempre. Finalmente marca las 7. Me levanto, como todos los días hago, del sofá y me dirijo a la puerta. La cruzo y la cierro detrás de mi, con la intención de abrirla dentro de varias horas, como cualquier otro día. Actúo como si lo fuera, pero en el fondo sé que no lo es. Porque hoy es el día en el que voy a morir.