jueves, 13 de julio de 2006

La propina

Te miro con una cara que te es familiar. Y te hablo de muchas cosas; con entusiasmo te cuento los viajes que he hecho. ¡Ni te imaginas los lugares que he visto!. Intento que escuches lo que te cuento sobre las personas que he conocido y que aún recuerdo. Me muestro como un libro abierto; pero tú simplemente no quieres leerlo; me miras con desprecio de cuando en cuando.
Mi piel cobriza... ¿Nunca te preguntaste quiénes más la acariciaron como acabas de hacer tú? ¿Acaso has visto las heridas que luce? ¿No sientes curiosidad por saber cómo me las hice?
Yo he viajado, y mucho. Siempre buscándote a tí. Muchos me ayudaron a llegar, pero otros me aprisionaron meses y años. Me tiraron, me robaron, me olvidaron, me encontraron, me amaron, me odiaron ... Mi desaparición fue motivo de alegría para algunos. Otros se despidieron de mí con gran pesar.
He visto mundo, mucho más que tú. Pero sé que siempre te he buscado, como un iluso y como un idiota. ¿Por qué me haces esto? ¿No ves que trato de hacerte feliz? Trato que veas el valor que tengo; el que puedo llegar a tener en el futuro ¿Por qué me abandonas?
Coges tu bolso, te levantas y te marchas sin mirarme; ni siquiera un adios.
Y yo me quedo tirado, en la mesa de este bar; en una bandeja de aluminio frío y sucio, esperando que venga el camarero y me arroje al tarro de las propinas.

sábado, 1 de julio de 2006

¿Sabes a dónde te llevan sus pasos?

Aquello había sido una revelación. Algien me dio la idea, y con ello un nuevo punto de vista sobre el asunto. Tras media hora andando en la oscuridad de la noche, a la luz de las farolas de la carretera, aun no había salido de mi asombro; es más, cuanto más tiempo pasaba, veía que explicaba muchos matices del problema, incluso aquellos en los que no había reparado. Era como la pieza de un puzzle que conseguía que los fragmentos sueltos encajasen. A partir de ahí terminaba la acera. Hasta entonces no me di cuenta de que iba cabizbajo todo el tiempo, pensativo, absorto. Estaba en las afueras. A partir de ahí decenas de urbanizaciones bordeaban la carretera hasta la siguiente ciudad. Me quedaba una hora de camino a través de una cuneta de cemento. Cuando cruzaba la tercera urbanización, aún encorvado, andando en este mundo y volando en uno paralelo contenido en mi cabeza, vi sobre el suelo huellas; las típicas huellas que siempre alguien deja sobre el cemento fresco. Aun tarde algunos minutos en darme cuenta de que estas huellas tenían algo de especial. Sí, no eran las típicas huellas; mas bien, eran bastante atípicas. No eran huellas de zapato. Eran huellas de pies, de pies desnudos. A juzgar por la distancia que los separaba, la persona que las había dejado estaba corriendo. Me extrañó bastante, paro tampoco le di demasiada importancia, y seguí mi camino. Algunos minutos más tarde, volví a fijarme en el suelo. Mis ojos llevaban tiempo mirándolo, pero no así mi mirada. Ahora las huellas eran por lo menos de dos personas. Una llevaba zapatos, la otra era la misma de antes. Los dos corrían. En muchos sitios, la huella del pie desnudo había deformado la de los zapatos. Al principio no lo tuve demasiado en cuenta; pero pronto comprendí lo que aquello significaba. ¡Era una persecución! Era evidente que estas dos personas corrieron por allí cuando el cemento aun estaba fresco. Claro que podría ser con cierto tiempo de diferencia. Seguiría andando, y lo vería. Apenas cien metros más adelante, las huellas desnudas repentinamente desaparecían. Las de los zapatos ya no estaban tan distanciadas, y eran algo más alargadas. Terminaban en un hundimiento alargado de un par de centímetros de profundidad y un metro de largo; el hueco que crearía una persona al caer... Esta vez sí que me paré, estupefacto ante lo que estaba viendo. Miré alrededor, pero no encontré ninguna otra pista. A los cinco minutos, decidí seguir mi camino. Diez metros más adelante, las huellas del pie desnudo aparecían de nuevo de la nada. Seguían corriendo. Y yo las seguí; también corriendo. La curiosidad me arrastraba hacia delante, y el miedo me empujaba desde detrás. Estas dos fuerzas colaboraron todo el tiempo desde ese momento, y me acompañaron durate todo el tiempo que duró lo que pasó a continuación. De la carretera salía una calzada. Se adentraba entre unos eucaliptos que bordeaban las pistas de golf de una lujosa urbanización. La iluminación de la calle era bastante deficiente, de hecho inexistente. A menudo solía pasar por ahí de día, pues el camino era agradable. No era el más corto para llegar a casa, pero se hacía más placentero. Hacia esa calle se dirigían las huellas. Las aceras eran de cemento en esa parte. El lujo comenzaba unos trescientos metros más arriba; con los primeros chalés. El par de fuerzas que me dominaban me empujaron a seguir la pista de aquellas huellas. La carretera ya estaba lejos, pero aún las farolas iluminaban la acera. Y veía los contornos de las huellas. Cada vez era más difícil distinguirlas. Tras una curva, los árboles tapaban la luz de la carretera, y sólo veía las sombras de las oquedades. Las seguí varios minutos haste que dejé de verlas. Me paré, encendí el teléfono móvil e iluminé la acera. Volví sobre mis pasos unos metros, y volví a dar con ellas. ¡Y las de los zapatos, de nuevo! Vi que se salían de la acera, y entraban dentro de la calzada. Pero sobre el asfalto sólo se habían grabado las huellas de los pies desnudos. ¡Y sin embargo el asfalto era mucho más reciente que el cemento de la acera! Mi mentalidad siempre ha sido de explicarlo todo con la razón; pero esas huellas saltando por el suelo y a través de una brecha temporal, me habían desolocado completamente. Mi imagen debía ser desconcertante; como desconcertado estaba yo. Un hombre en mitad de una calzada, en oscudidad total, iluminando el suelo con una luz blanca que venía de la pantalla de un teléfono móvil, mirando al suelo y a la vez intentando alejarse de él. Paralizado, como una estatua que mira horrorizado al fuego del infierno. Una brisa me despertó. Segí las huellas a través de la calzada, con el teléfono siempre apuntando al suelo. Cada vez veía cosas más extrañas. Llegado un punto, las huellas se paraban. Y en cinco direcciones diferentes, como una estrella, se alejaban de aquel punto, y se adentraban en la vegetación al borde de la calzada. Siempre con pies desnudos. ¿De dónde salían las otras cuatro personas? Miré a mi alrededor. No ví nada, pero supe que estaba rodeado. Lo sabía, ellos no se escondían. No disimulaban. Simplemente no los podía ver. Pero se dejaban sentir. No recuerdo nada más. Soy un joven de veinte años de pelo canoso y mirada perdida. Sólo cinco personas saben qué me ha pasado; y ninguna de esas cinco personas soy yo. No las conozco, pero sé que, a su manera, existen. Se que llegué a una urbanización. Crucé la barrera del aparcamiento, y a la altura de la tercera casa, caí desplomado donde me encontraron al día siguiente con los ojos abiertos mirando en la dirección de la entrada. Por tres días mis ojos no se movieron y mi boca permaneció cerrada e inmóvil. Las cámaras de seguridad de la entrada me grabaron al entrar. El último recuerdo que conservo antes de despertar en un hospital, es la pantalla de un móvil, en el que la hora eran las 23:55. La cinta de la cámara me había grabado a las 23:59. Despues de verme pasar había dejado de funcionar. Se también que en todo este tiempo estuve andando. Lo que no sé es lo que ví. Cuando abrí la boca, fue para pedir que me enseñaran los zapatos que llevaba aquel día. La pregunta sorpendió a los médicos: "Era una cosa que queríamos comentarle". Me neseñaron un par de zapatillas deportivas cuyas suelas habían desaparecido bajo una capa de cemento endurecido.