viernes, 27 de julio de 2007

Cuadros de la guerra

Estoy en esta guerra porque tengo enemigos. El odio, más allá de expresión, se encarna aquí en misiones, batallas... El odio que nos hace matar a alguien que no conocemos, sin mediar siquiera palabra. Su pecado, cruzar por donde pasan nuestras balas. Ni siquiera nos preguntamos cómo se llaman, a qué se dedican, cómo son sus familias. Igual ellos ignoran cómo me llamo yo, cual fue la primera palabra que dije, qué comí la última noche antes de esta guerra.
El barro es mi enemigo. Mientras el plomo llueve, el barro intenta mantenerme pegado al lugar, hacerme un blanco perfecto. Mi pierna no puede soltarse, algo la agarra. Miro abajo, en mi desesperación por correr hacia delante. Es una mano que me sostiene la pierna. Una cabeza, del mismo cuerpo, enterrado en el lodo, me mira y me pide ayuda sin palabras. Tiro del brazo y lo saco, su vestimenta cubierta de barro. Limpio su manga, buscando su insignia, y me doy cuenta de que no es de los míos. Lo dejo caer al suelo, no hablo su idioma, pero el fusil si lo hace. Me marcho del lugar, pensando aún en mi vida o lo poco que le queda. Sólo es una víctima más, he sido asesino tantas veces que ya sólo sería novedad que me mataran a mí.
El sudor es mi enemigo. Intento apuntar al casco, independientemente de lo que haya dentro. Pero repentinamente una niebla cubre el visor de mi arma. Me despego, limpio el cristal, y vuelvo a colocarme. No hay manera. Me despego de nuevo, limpio más enérgicamente. Y ya sólo se ve blanco. Entonces se me ocurre limpiar el otro lado del catalejo, y cuando acerco la mano, noto una brisa desde abajo. Sobre los sacos de la trinchera, uno de los míos yace agonizante, con los ojos apuntando al infinito, el arma desvanecida a su lado, colgando de una mano inanimada. La misión es la misión, me aparto de él, desde un lugar donde pueda apuntar mejor. No es un buen momento para salvar vidas cuando las órdenes indican que hay que quitarlas.
La sangre es mi enemigo. Verdes y marrones son los colores de camuflaje. Y el rojo camufla mi muerte. No soy capaz de distinguir si la sangre que me cubre es la de otros o la mía. Sólo se decir que la mancha que hay en mi costado no ha parado de crecer en la última hora. Quizás, ahora que la sangre ya no me llega a la cabeza, sea un buen momento para pararse a descansar. Clavo el fusil y sobre él, se sienta mi casco. Yo caigo al suelo, a reunirme con el barro del que me creó un Dios que mira para otro lado cuando se da cuenta de que sus hijos, que son ya mayores para no saber hablar, se dan de bofetadas. Mi enemigo el sudor, sólo es la señal de que estoy cansado, de matar, de robar almas, de sentirme orgulloso de hacer aquello que será lo último que me hagan. Mi enemigo el barro es el intento desesperado de la madre tierra por parar esta locura, su forma de hablar, de gritar ¡BASTA!, eso que nadie se atreve a decir. Todo fue un gran error. Un gran error. No sé ya si deliro, o veo dos figuras borrosas, que me golpean con un palo. Me muevo un poco para decir que estoy vivo aún, no se si erróneamente. Quizás sean personas como yo, pero del bando contrario. Tengo enemigos porque estoy en esta guerra.

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