viernes, 10 de octubre de 2008

La navaja 3

Al principio pensaba que, con la práctica, el remordimiento y el miedo desaparecerían. Pero eso duró poco. Ahora cada vez me cuesta más. Ayer fue el día.
Como llevo haciendo toda la semana, tomé el autobús número 22, y llegué a la última parada. De ahí caminé unos diez minutos, hasta encontrar una calle apropiada. Ligeramente aislada de la zona más multitudinaria, pero no del todo desierta. Comenzaba la pesca, empecé a recorrerla de arriba a abajo poco a poco, como un transeúnte más.
Los primeros que pasaron fueron una pareja de mediana edad. Descartados. Cinco minutos más tarde, un hombre solo. Me acerqué de frente; pero a una decena de metros, vi que no era el candidato ideal. Me superaba en fuerza física y podría darse cuenta de ello. Luego, una madre con una hija de cinco o seis años. Tampoco valía, la niña podría chillar y el plan se iba al garete.
Así pasó una hora, pasaron dos... Llegó la hora de comer. Y nadie valía. La duda me inundó como lo hacía últimamente ¿y si me inventaba las excusas para no hacerlo? ¿y si estaba perdiendo facultades? Dios, como necesitaba una ración. Metí la mano en el bolsillo y saqué la jeringuilla. Si no conseguía el dinero, mañana posiblemente tendría que aguantarme sin dosis.
En estas estaba, cuando una mujer mayor entró despistadamente por el extremo de la calle. Caminaba con la cabeza gacha y dos bolsas de compras. Era el momento; me levanté sigilosamente y caminé hacia ella. Metí la mano en el otro bolsillo y saqué disimuladamente la navaja. Quedaban pocos pasos cuando la anciana se percató, levantó la cabeza y me miró.
Y esa mirada... me atravesó de parte a parte. Esos ojos verdes me lanzaron un millón de acusaciones, dejándome fulminado. Me paré en seco, y ella siguió su camino, lanzando una sonrisa de compasión.
Esto era el fin, después de este suceso, sabía que ya no podía volver a hacerlo nunca más. Seguí mi camino, y salí de la calle, dirección a la parada del 22.
Mientras esperaba, repasé atormentado los últimos años de mi vida atormentada. Pensé en la época brillante, todos los amigos y enemigos que me granjeé, las anécdotas, las fiestas, las mujeres, el trabajo, la esperanza de que mañana habría algo nuevo... Y luego mi caída. Desde el éxito de quien aspira al éxito, hasta el suelo de un rincón escondido de la estación central de autobuses.
Metí nuevamente la mano en el bolsillo, y sentí la punta metálica. La repasé con el dedo y me pinché con ella. La saqué, notando miedo en el viejo que estaba sentado a mi lado. Pero no lo miré; observaba obsesivamente la navaja. Esta vez no como el regalo extraño que un día fue; ni un instrumento de supervivencia, ni una fuente de ingresos financieros. Sino como la salvación; una forma eficaz de terminar con una gran maldición de la forma más rápida.

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