miércoles, 6 de abril de 2011

Ahorrador

Érase una vez un hombre que tenía la obsesión de guardarlo todo.
En su niñez, eran juguetes y chucherías lo que guardaba. No jugaba con ellos, no los prestaba, si acaso, los miraba de lejos; simplemente los guardaba. Cuando dejó de ser niño, era el adolescente con más juguetes, todos impecables. Más adelante pudo vender esos juguetes que se habían convertido en objetos de coleccionista.

Se hizo mayor y fue estudiante. Todo lo que aprendía en clase se lo guardaba para sí mismo. Nunca prestó sus libros, ni sus conocimientos, y en los exámenes estuvo siempre atento a que nadie le copiara, pues quería guardarse las respuestas para él. Cuando dejó de ser estudiante, era el que mejores notas tenía, el estudiante más sobresaliente de su clase. Con tanta preparación, era un buen candidato para conseguir el mejor puesto de trabajo.

Encontró trabajo, y con ello ganó algo de dinero. Y no quiso gastarlo, sino guardarlo. Guardó todo lo que pudo, sin permitirse lujos. Nada de viajes inútiles, ni entretenimientos absurdos, ni salidas con amigos, ni citas con mujeres. Todo tenía que guardarse en el banco. Y así, se hizo rico. Cuando llegaron las vacas flacas los demás se lamentaban, mientras que él seguía teniendo más dinero del que jamás iba a necesitar.

Y siempre, siempre, desde que fue niño hasta que fue viejo, racionó mucho su tiempo. Lo dedicó a lo estrictamente necesario, sin perderlo en tonterías o en ocio. Siempre que pudo, guardó el tiempo que le sobraba. Cuando llegó la muerte, se convirtió en el cadáver más solitario y triste del cementerio. Pues todo ese tiempo que ahorró, todos esos segundos y horas que guardó, se perdieron para siempre.

Una moneda se puede guardar en un banco y usarse más tarde, un juguete se puede guardar y revalorizar con el tiempo, un secreto se puede guardar y explotar en beneficio propio, pero un segundo... un segundo se volatiliza en cuanto se mide, se usa o se pierde, no se puede guardar. No guardes tu tiempo, vive.

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