jueves, 13 de diciembre de 2007

Miopía

Las nubes de colores están por todas partes. Algunas, dotadas de vida propia, se mueven de un sitio a otro, irregulares, impredecibles, a veces mudas, a veces locuaces. Algunas van en grupos, otras separadas, algunas me siguen, otras se interponen en mi camino. Algunas son enormes, tienen agujeros por los que se asoman, entran y salen las nubes vivas. Algunas están cerca, otras lejos, algunas con los pies en el suelo, otras volando en el cielo, anunciando la lluvia.
Y en toda esta nubosidad, en toda esta niebla, de repente apareció una cara con los bordes definidos y perfectos. Unas curvas bien dibujadas y precisas, todo un sueño que adquiría una realidad más real que la incertidumbre de las nubes.
¿De quién eran esos ojos marrones y nítidos que me miraban? ¿Quién era esa que no era una nube? Apareció de repente en un lugar que no supe distinguir, pues mis recuerdos son un poco borrosos. Pero cada línea de su faz atravesó mi cristalino y quedó gradaba en mi mente. Y al rato desapareció, de la misma forma rápida y nítida en que llegó.
Sólo entonces me dí cuenta de que el mundo no era un lugar borroso. Era yo el que veía mal. Sólo entonces supe que tenía miopía. Y me pusieron gafas.
Luego, dotado de una mejor vista, la busqué. Pero nunca más apareció. ¡Cómo lo iba a hacer entre tanta gente! Antes el mundo era un lugar más tranquilo; las nubes, yo. Luego ella. Y cuando no quería nadie más, de repente salieron todos de sus escondites borrosos. Personas, perros, gatos, coches, edificios, autobuses, trenes, más personas. ¡Mierda! A veces para ver lo importante es imprescindible no conocer todo lo demás.

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