sábado, 25 de marzo de 2006

La naranja

Soplaba una suave brisa en los jardines de la parte alta del pueblo, meciendo suavemente las hojas de los árboles. Esta suave brisa era como una tormenta para una naranja, que, ya madura y curtida en su corta vida, luchaba ferozmente para agarrarse al árbol, al cual sólo le sujetaba una rama débil y yerma. Llegado el final de su cómoda vida en el árbol, un golpe de viento la arrancó y la lanzó al suelo de la calle.
Comenzaba así su viaje. El golpe con el asfalto de la calle, fuera del muro del jardín, fue duro, pero no mortal. Viéndose expulsada del Paraíso, y lanzada al rudo mundo exterior, decidió rodar cuesta abajo; primero con dudas, y luego cada vez más deprisa. Pasó entre las tranquilas calles de los chalés, pasando bajo los coches aparcados al lado de las aceras (sobre ellas, en los casos de los conductores más alejados de la ley). Luego pasó entre calles algo más estrechas y concurridas, entre grandes bloques de apartamentos. Conforme los edificios se hacían más altos, las calles eran más concurridas, y el centro del pueblo estaba más cerca.
En un semáforo, un transeúnte se disponía a cruzar. Paró una furgoneta para dejarle pasar, y en el carril de al lado, un coche lujoso frenó con aires de perdonavidas. Y cuando el peatón estaba llegando al otro lado de la calle, observó con estupor que un tercer móvil se dirigía hacia él ignorándole completamente, con una velocidad alocada para su pequeño tamaño. El peatón sonrió y le metió una patada a la naranja, que fue a estrellarse contra una pared al otro lado de la acera.
Este no fue el fin de nuestra naranja. Dicen que no hay mal que por bien no venga, y a todos nos ha pasado que un golpe nos da el impulso para seguir adelante, en vez de rompernos las piernas y no dejarnos continuar. Algo parecido pasó con la naranja (a veces el mundo inanimado se parece tanto al mundo subjetivo del hombre). Ya no sólo rodaba, iba botando calle abajo, a una velocidad endiablada. Una velocidad que le dio la agilidad suficiente para colarse entre las ruedas de los coches que giraban, lenta y torpemente, alrededor de la rotonda del centro. Los pisos dejaban paso a bajos edificios con locales, casi todos tiendas, bares o restaurantes. Su fugaz bajada continuó entre peluquerías, bancos, floristerías, talleres, edificos en obras, más edificios en obras, grúas .... Finalmente, la avenida dio lugar a calles más tranquilas, con pisos, videoclubs, un viandante que la observó y decidió darle una historia, coches aparcados, y entradas de aparcamientos de los pisos. Y al final de esa calle, una barandilla, y detrás de la barandilla, una caída de cuatro metros.
Y tras cuatro metros de aire, el agua. Un riachuelo, crecido con las intensas lluvias de los últimos días.
Durante unos diez minutos, fue sólo un resto más, arrojado al torrente de agua y lodo. Fue sólo una molécula de agua más, siguiendo la corriente del resto, olvidándose de su carácter único, y de que en el fondo era una naranja y no una molécula.
El torrente dio vueltas y más vueltas, lanzando la naranja de un lado a otro, como si entre la orilla izquierda y la derecha se jugara una partida de tenis. Luego se fue haciendo más suave poco a poco. El agua cambió de violenta a pacífica, de marrón a azul. Ya no zarandeaba a la naranja, sino que la mecía suavemente.... Estaba en el mar.
Había pasado una hora o menos desde que terminó su vida de naranja ornamental de jardín, y ahora ya era una naranja navegante, una naranja aventurera, una naranja pionera. Y aún su viaje no habría de acabar, pues el mar es un sitio grande. La corriente la arrastró a costas extranjeras, muy lejos. La naranja vio tierra después de semanas, y para entonces era una naranja enorme. Ya no era ni siquiera de color naranja, ni esférica .... el sol, el agua, el tiempo, la habían transformado. Se había podrido, pero su materia seguía ahi, tocado la costa a lo largo de varios kilómetros.
Y aún su viaje no habría de acabar ...

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