domingo, 4 de febrero de 2007

Secuestro

La vi llegar. Su demora me había intranquilizado, pero verla ahora lo hizo aun más. La expresión de su rostro me sugería que algo no iba nada bien. Otrora habladora y radiante, ahora se me acercaba asustada y con la boca fruncida, como si una mano invisible se la estuviera tapando. Noté que, aparte del paraguas que había ido a buscar, traía consigo dos enormes bolsas, despegándolas de su cuerpo tanto como el peso le permitía. No me dijo ni una palabra, pero tampoco lo necesitó. Cuando llegó hasta mí, me asomé a una de las bolsas. Estaban llenas de cartuchos marrones del tamaño de un vaso, con una etiqueta roja que decía "EXPLOSIVOS". La miré sobresaltado. No era del tipo de personas de quienes esperaba que un día me mostraran explosivos suficientes para derribar un edificio; ella no.
"¿Qué es esto? ¿Es tuyo? No, no puede ser ¿qué ha pasado?"
Hablaba pausadamente, pero las palabras peleaban por salir de mi boca. Se acercó más a mí, como si huyera de algo, y entonces me dí cuenta de que un tipo con un pañuelo en la cabeza y barba de varios días nos apuntaba con una recortada. Junto a él, un hombre de unos cuarenta, moreno y con los ojos saltones, con ojeras de no haber dormido varios días.
"Vamos a dar un paseo. Acompañadme y no se os ocurra decir ni una palabra"
"¿Qué queréis de ..." Me calló quitando el seguro del arma. Cuando los objetos hacen callar las voces, es que alguien puede salir muy dañado.
Sentí la presión del cañón en la espalda hasta una furgoneta negra aparcada a varios metros. También sentía la presión de querer proteger a alguien a quien no podía ni hablar. Es algo duro. Sabes que al final todo saldrá bien, que algo bueno pasará, y que, de no ser así, no lo sabrás hasta el momento en que lo peor suceda. Y por otro lado sabes que quien está a tu lado puede estar sufriendo mucho, que eso es un mal que tiene lugar en el tiempo presente, que tienes la capacidad de arreglarlo, pero que la situación no lo permite.
Y tu seguridad se derrumba entonces. Te vienes abajo, el pánico te invade. Con un poco más de mala suerte, transmites ese pánico a esa persona que desearías tranquilizar, y todo empeora. Al final, derrotadas todas las líneas de defensa, se despierta tu instinto más básico.
La parte trasera de la furgoneta estaba despejada. Le quitaron las bolsas, las pusieron con cuidado en un rincón, detrás del asiento del conductor. Después la metieron dentro, y se acomodó en la pared opuesta. A mí me empujaron a su lado. Se abrazó a mí, quizás buscando protección. Si eso la calmaba...
Tras horas de viaje, estábamos lejos de cualquier núcleo urbano. Noté que la furgoneta deceleraba. Paramos en una gasolinera. Eran las 3 de la madrugada, minuto arriba, minuto abajo, y el copiloto dormía. Mi compañera, que de por sí era una persona intranquila e insomne, milagrosamente estaba también dormida. Despues de todo, alguien le había encontrado el lado positivo a todo esto.
Yo no era un príncipe azul, ni siquiera era valiente. Hacía horas que mi cabeza se había rendido al no dar con la salida de esta situación. Silenciosamente, con cuidado de no despertarla, la alejé de mí, gateé hasta la puerta trasera, y con una velocidad y sigilo que nunca más podré repetir, la abrí y salí corriendo a esconderme en la oscuridad de la noche.
Una gran carga se desprendió de mí. Sólo pesaba, y me dolía la conciencia...
Y entonces, noté un tremendo ardor en la pierna izquierda y caí al suelo. Al mismo tiempo, no se si antes del dolor o después, un ruido sordo. Y noté que alguien se me acercaba. Me hice el muerto, pero me cogió de los pelos y me obligó a mirarle.
"¡Cobarde! ¡Me ibas a dejar sola!"
¡Ay! La conciencia duele como un tiro en la pierna de un cobarde...

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