sábado, 22 de abril de 2006

Orden

Martes, nueve y doce minutos, aproximadamente. Llego a la estación. Detrás de mí, como todos los martes a las nueve y doce minutos, un hombre de negocios con el traje gris y corbata roja, y un viejo obrero con mono azul. Paso el billete por el primer torniquete, y entro. Aún quedan dieciocho minutos para que llegue el tren. Mi sitio para esperar es el primer asiento libre, que, como todos los martes a las nueve y doce, es el cuarto banco, al lado de la mujer vestida con traje deportivo gris. Pocos segundos más tarde se sienta a mi lado, llenando el banco, el hombre de negocios. El viejo se sienta en el primer puesto del siguiente banco.
La estación se va llenando poco a poco. La madre de las nueve y veintitrés con sus dos hijos, criaturas que aún no han asumido el orden y de vez en cuando muestran comportamientos extraños al guión. La chica con la carpeta marrón, que antes de sentarse en el séptimo banco, se dirige a la máquina de aperitivos y elige el dulce número veintitrés.
A las nueve y treinta minutos, cero segundos, el tren abre sus puertas, y bajan un par de personas por cada puerta, seis por vagón; a éstas horas la circulación es siempre escasa.
Entro en el vagón de cola, por la segunda puerta, junto a la deportista, y me siento en el asiento del lado opuesto, a la derecha. Ella se sienta en el de la izquierda.
Seis minutos más tarde, hacemos la primera parada. La pareja del asiento doble al lado de la segunda puerta entra, sonriente, como siempre. Nunca he sabido de qué hablan, pero a su llegada a la octava estación, bajan sin hablarse ni mirarse. Ni siquiera parece que se conozcan. Seguro que la abuela de la séptima parada, que se sienta casi en frente de ellos, ni siquiera sabe que son una pareja.
Por fin acaba un día largo. Dentro de veintitrés minutos estaré entrando en mi casa, justo a tiempo para coger el telefono, que lleva un rato sonando. Y justo a tiempo para escuchar cómo cuelgan en ése justo intante. A las veinitrés horas y treinta minutos iré al hogar de los sueños, para dormirme siete minutos antes del cambio de fecha.
Antes de perder la consciencia, un último pensamiento cruza mi mente como un rayo, pero que no produce un trueno. Por un instante, me invaden las ganas de destrozar el orden, de librar el caos en mi vida, de entregarme a los peligros de la libertad. Me seduce el desorden, me llama la confusión, me atrae el azar. Pero hoy no es el día. La rebelión no está programada para hoy.
Nada es casual

No hay comentarios: